Vestigios

Un corto relato. Aún no estoy de vuelta, pero paso a paso, ya veremos. Lo que sí es que extrañaba sobremanera despojarme de escribir mis nimiedades románticas y poder reanudar historias que se acumulan en mi mente. Espero les guste.

Por cierto, el título es provisional, no estoy enteramente complacida con él, aunque no creo que pueda dar con otro más adecuado.

Incluso escribiendo hablo demasiado, qué cosas…  

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Vestigios

 

Cuando se le presentaba la oportunidad, volvía a visitar el barrio donde alguna vez había pasado su vida. Los hermanos Grausam le daban vía libre en época de poca actividad laboral y le pagaban para que él no buscara ni aceptara trabajo de quien le buscase; para él no tenía importancia. Ya se había acostumbrado al modus operandi de los gemelos y no tenía prisa en buscar por sí mismo un empleo que considerara acorde a su nivel. En todo caso, con el dinero de sobra que le brindaban, pagaba un alquiler en cualquier piso de un hotel cercano al centro y se iba a transitar las calles como quien busca algo pero todavía no sabe qué.

Paso a paso, reparaba en los transeúntes que a veces por poco y le rozaban el hombro o chocaban con su codo. En su mayoría eran sumamente grises, recubiertos por trajes de tres o cuatro piezas; faldas recatadas y medias veladas demasiado sobrias para su gusto. El espacio no cambiaba, todavía notaba todo tan monótono y agrio, muy ejecutivo. Cuando alcanzaba a inspirar la colonia de un alzado corredor de bolsa o el perfume de una manipuladora secretaria, casi podía sentir los latidos de los corazones alocados, mientras se veía a sí mismo atestando un corte limpio con la navaja suiza de acero inoxidable que nunca le faltaba; ni siquiera cuando se disponía a dormir. Pensar en la sola idea de la sangre turbia abandonando el cuerpo y manchando los pulcros atuendos le excitaba sobremanera; allí podría hacerlo sin dificultad alguna. Una leve multitud con cada quien demasiado inmersos en sí mismos como para darse cuenta antes de él desatar el pandemónium. Ah, casi podía respirar el óxido entremezclándose con el perfume. Casi. Casi.

Pero por supuesto, debía mantener su cautela. Lo había hecho la última vez que visitó esa ciudad. La mayoría escaparon tal hormigas despavoridas, y sólo dos individuos intentaron –inútilmente–  mantener al condenado en calma mientras llegaba la ambulancia que resultaría dictando el trágico veredicto. El hombre – le habría puesto unos treinta años, rebosante de salud, casi tan alto como su metro noventa de estatura– había muerto, obviamente. No faltaba decir que él sabía hacer su trabajo, y lo realizaba a la perfección, incluso si en aquél momento se había tratado sólo de un hecho aleatorio, meramente para su entretención. Y aún lo entretenía.

Mientras seguía caminando, saboreó el recuerdo del suceso relativamente lejano. Seis meses habían transcurrido. Y cinco meses más, cuando en ese entonces el blanco había sido una mujer. La remembranza de los trazos con su navaja le hacía sonreír tenuemente;  tenía muchas ansias por atestar uno de sus cortes  certeros y agudos, inclementes. Logró, sin embargo, controlarse, y reanudó su paso. Consideraba mejor no dejar cabos sueltos ni crear un patrón que tal vez algún ensimismado policía lograría relacionar con los esporádicos hospedajes en hoteles. Ya luego tendría tiempo de actuar como juez y verdugo.

Al cruzar la esquina de una larga fila de ostentosos almacenes, los edificios comenzaron a rebajar en altura. La diversidad de personajes era más amplia; menos ejecutivos y más atuendos deportivos y holgados, similar a la de personas que asistirían a una tarde en el campo o la playa. El sol estaba cerca de su cenit y tardaría aún varias horas en ir a reposar, él todavía no podría observar a su amada luna, tierna cómplice, mientras se acercaba inequívocamente al sitio que había sido su punto de partida. Se sintió peculiar. La sed de causar revuelo comenzaba a desaparecer como la idea latente que había sido, y un vacío que crecía con pausa pero sin descanso empezaba a hundirle el estómago. Se distrajo de su situación observando a la gente que caminaba a su alrededor, vistiendo ropas vaporosas y amplias, aunque aún pulcras; era al parecer una regla implícita de esa ciudad, llevar el atuendo que fuese, debía estar siempre impecable. En su mayoría, ellos parecían dirigirse a la misma dirección que él llevaba; al occidente e inclinándose ligeramente al sur. Ellos, probablemente, planeaban deleitarse con una maravillosa tarde en las cercanas playas. Él tenía un reencuentro con el pasado que nunca le abandonaba realmente, porque  no se permitía olvidarlo.

Casi llegaba a sentirse irritado por descubrir que todo en esas calles seguía tedioso y similar. Podía ver que algunas de las casas tenían leves remodelaciones (Cambios recientes en la decoración de los pomposos jardines y retoques insulsos de pintura en los pórticos y restos de las monótonas arquitecturas) pero observarlo era como tener una fotografía panorámica de cuando él  transitaba esos lares consumido por los sentimientos y la pasión que éstos le transmitían. El vacío en su abdomen empezó a parecerle doloroso, como lo serían úlceras perforando su estómago. Perforándolo hasta deshacer su piel y hacerlo plenamente consciente de todo el proceso, para que pudiese ver luego sus intestinos salir, oscuros y fétidos, podridos como él se imaginaba que estaban.

Sacudió la cabeza. Del bolsillo derecho de su pantalón sacó su navaja suiza y trazó una firme línea en su mano, siguiendo el rumbo de la línea de la vida. El rojo carmesí no tardó en aparecer, resaltando en su mano pálida; una fina gota se acumuló en su muñeca hasta caer presurosa en el ardiente concreto. Le hartaba tener que hacer lo que había hecho, pareciéndole totalmente absurdo; pero era –según su razonamiento- la única manera de hacerse saber que el dolor crónico en su abdomen no era más que algo mental, a comparación del palpitante ardor físico que nacía en la palma de su mano.

Levantó la vista de su palma sangrante. En el horizonte ya podía divisar la línea azul del océano, y alcanzaba a detallar algunas velas de barcos que flotan a metros de la orilla. Era momento de cambiar su dirección. Giró a la izquierda. Sus ojos encontraron un contraste en el horizonte, tormentosamente familiar. Al fondo volvían a erigirse los edificios de colosal altura; en la lejanía se veían como recortes de cartón con un millar de perforaciones en forma de ventanas. Más cerca a él, sin embargo, seguían las casas.

Suburbios uniformes con intervenciones mínimas que los habitantes aplicaban para intentar distinguir unos de otros. La distinción de su destino era la ventana frontal con el perenne afiche de “A la venta”; la última casa a la derecha de la calle, antes del pequeño cruce peatonal que se imponía sobre un río. Éste desembocaba en el mar que antes había notado en la lejanía. Recordar el río llevó a su mente momentos de  su temprana infancia, y tuvo que fijarse dos veces en su camino para que nadie se diese cuenta de que su caminata estaba siendo tortuosa y vacilante.

Afortunadamente para su ego, las calles estaban desoladas, como si ése se tratara de un barrio fantasma. Se debía a un partido de final de temporada que mantenía inmersos frente a un televisor a los que habían decidido no ir de paseo a la playa. Con el agobiante calor y los rayos de sol que curtían su cuello, pudo imaginar a todos los fanáticos  frenéticos por un poco de esa agua salada. Incluso él estaba sopesando la idea de bajar a reposar en la arena, tal vez allá sí encontraría a algo –alguien, en realidad– que captara su atención lo suficiente como para divertirse un rato. Pero primero debía culminar lo que había comenzado.

Intento culpar al calor cuando sintió un mareo que por poco le hizo caer de bruces, pero sabía que se debía a que ya estaba viendo el afiche descolorido por el tiempo y el olvido. Sus ojos, de un verde esmeralda, aparentaban desgaste y sumo cansancio. Ya estaba allí. Y ahora… ¿qué?

Ahora, sabía bien. Era siempre lo mismo. Aunque repetir sus acciones no conseguía que éstas fueran menos complicadas. Si algo, cada llegada a ese hogar fantasma era en realidad más tortuosa que la vez anterior. Caminó por la cera que llevaba al pórtico. El jardín estaba desprovisto de decoraciones, por supuesto, pero por acuerdo comunal, todos los pastos debían ser podados incluso si la casa no tenía habitantes.

Habiéndose sentado en la escalinata, dejó que el cansancio acumulado se le viniera encima. El sol ya se inclinaba un poco, aún reacio a dar paso a su luna. Controló su respiración. La calle seguía vacía casi en su totalidad, algunas personas regresaban temprano de haber disfrutado en el mar. Bien sabía que no repararían en él, y si lo hacían, no harían mucho al respecto. Allí nadie se entrometía demasiado en los asuntos de los demás. Eso él lo había comprendido demasiado bien; dos veces ya, y ambas ocasiones habían resultado siendo secuelas indisolubles que le devolvían la humanidad. Humanidad que él creía perdida cuando estaba trabajando para los Grausam, absorto en la necesidad de lacerar vidas y acabarlas.

Tendría que levantarme ya¸ se dijo. Si no lo hacía en seguida, era probable que  sucumbiera a la debilidad que se había alojado en su abdomen durante todo el recorrido. Sintió su cuerpo pesado al levantarse; su paso torpe, embriagado por recuerdos de un pasado muy lejano y otro no tan antiguo. Colmaban ya su mente, desempolvándose, desenterrándose ellos mismos de los rincones en los que él los escondía. Rodeó la edificación para llegar a la parte trasera de ésta. Todavía seguía allí, después de tanto tiempo en el que él esperaba que ya no estuviera.

La loza que hacía de patio para la puerta posterior estaba levemente carcomida por la intemperie y años de descuido humano. Una de las baldosas seguía escondiendo la llave que abría el caos del interior. Agacharse le dolió tanto como si se hubiese vuelto a cortar la mano. Como si todo lo que le transmitía ese espacio se introdujera en su cuerpo e intentara destrozarle desde dentro.

Por qué sigo haciendo esto. Por qué sigo haciéndome esto…

La puerta crujió sonoramente, a él le pareció que se quejaba, como si la casa  intentara echarlo de allí antes de que él pisara dentro. Rayos de sol seguían iluminando la estancia; si bien él sentía como si, de repente, todo estuviese más opaco, más lúgubre, insoportablemente desolador. Las paredes tenían grandes manchas de humedad y el papel tapiz se resquebrajaba en numerosos rincones. No había muebles, por supuesto, pero al adentrarse en el recinto él casi podía imaginarse los sofás de su infancia y el mueble que había compartido en años posteriores. Se aventuró a ir a la cocina, y al acercarse al rincón en donde residía la oxidada estufa, pudo presentir el aroma a chocolate que su madre siempre le preparaba en las mañanas. También a él llegó el olor del relajante té verde que ella le había compartido infinitas veces antes de que tuviese que desaparecer forzosamente.

El dolor del abdomen llegó a un nivel en el que ya no le fue posible soportarlo. Comparado con éste, el ardor de su mano izquierda apenas si era un insulso cosquilleo. Esta vez no fue capaz ni de pasar la total distancia de lo que había sido la sala de estar antes de derrumbarse fuertemente contra el suelo despojado de alfombra. Ni sintió el impacto que fácilmente le habría lesionado ambas rodillas. Estaba demasiado concentrado y sorprendido de estar observando las líneas de madera; curtidas, viejas, tétricas, manchadas con sus lágrimas. Lágrimas. Hace seis meses que no lloraba. Y los sentimientos seguían llegando, acumulándose en su vientre, queriendo abrirle como él,  en ciertas ocasiones, destripaba a sus encargos. Aún no podía darse por crédulo; cada vez era más difícil. Peor, agobiante; la sangre que en cualquier otro momento le resultaría deliciosa y encantadora era ahora un vestigio del pasado. Volvía a él más vibrante, recalcitrante, aterradora.

Volvía a tener ocho años.

Su cabello aún enmarañado porque no había tenido oportunidad de arreglarse. Sangrando desde la parte baja de su espalda, llorando en una agobiante habitación de hospital. Recordando la sangre de sus padres desparramada grotescamente sobre el suelo de la planta baja. Muertos. Sus vidas arrebatadas de él por una hoja de acero y una bala. Por dos drogadictos, amantes de una enfermiza adrenalina –de la que ahora él, irónicamente, también era adicto–. Él no pudo hacer nada por sus padres. ¿Qué habría hecho? Era sólo un niño. Ellos le propinaron un disparo y lo dejaron allí; sin matarle a ciencia cierta, creyendo que él moriría antes de que cualquiera llegase y lo amparase. Haberse quedado quieto fue lo que le salvó a él y a su pequeña hermana, que en ese entonces seguía aún dormida, resguardada detrás de una cortina de flores y mariposas.

Había logrado salvarla, y la seguiría salvando, protegiéndola a toda costa, sin que importaran las consecuencias…

Volvía  a tener veinticinco años.

Con esencia de matón, contratado para exterminar sin que los policías pudiesen encontrar un rastro pertinente.

Volvía a su pueblo natal, encargado de acabar con ella,  sólo para encontrarla viviendo en el terreno de sus pesadillas pueriles. Sólo para errar gravemente en su ocupación, al enamorarse ciegamente de una persona que estaba devolviéndole la humanidad que se había esfumado de él cuando empezó a disfrutar del sufrimiento ajeno. Grave, grave equivocación. Perderse en el amor que hizo renacer  lo afable de su esencia. ¿Para qué sirvió? El hijo de puta que le había contratado resultó siendo más psicótico que él. Había logrado herirle con algo que creyó nunca sería afectado. Su hermana había sido arrebatada de sus brazos y él se había visto obligado a decidir entre la muerte de ambas mujeres que mantenían su compasión viva. No habría podido…   ¿Qué habría sido de él si los hermanos Grausam no hubiesen llegado a él en el momento en que su frío razonamiento no podía dar con la solución adecuada? Había sido simple para ellos. Su sacrificio a cambio de la supervivencia de ellas.  Después fue  simple para él. Entonces  recibió otra bala. Bajo el mismo techo, una cicatriz redonda casi a la misma altura de la otra. Y para ellas, él había muerto.

Todavía recordaba el súbito mareo que le había tirado al suelo, llegándole el olor a óxido de su propia sangre, que se esparcía sobre la rústica alfombra. Podía verlas a ellas llorando desconsoladas sobre un ataúd vacío en un funeral de bajo perfil, organizado por quienes se habían hecho pasar por sus jefes, y en efecto lo eran ahora. Había pagado el precio de sus libertades, incluyendo la de él. Ahora ellas no podrían verlo más; ese era el sacrificio que ellas, sin saberlo, también tenían que pagar. Él, sin embargo, seguía sus rastros separados, protegiéndolas desde el silencio del anonimato, y pidiendo a los hermanos que las vigilaran, a cambio de que él siempre regresara. Y siempre lo hacía. Por más que le doliera. Por más que al verlas recuperara su humanidad. Por más que quisiera quedarse sobre el recuerdo de su sangre y abandonarse  al abrazo ensoñador de su tenebrosa cómplice…

Y dormirse para no tener que volver más…

Sintió los párpados pesados. Era ahora verdaderamente oscuro y no sólo una vaga sensación. Se despertaba sabiéndose en posición fetal; estaba indefenso, como su yo de ocho años, como su yo de veinticinco. El ambiente se sentía fresco. El sol había partido hace más o menos una hora. Sentía el suelo frío y mohoso, casi húmedo, aludiendo a su fantasía carmesí coagulándose a su alrededor. Levantarse fue un tedio. Tenía el cuerpo entumido, adormecido, ajeno a sí mismo. Del dolor en su abdomen apenas si quedaban resquicios, era un poco más que un agrio sabor en su boca seca.  Como hace seis meces. Como todas las veces anteriores.

Del bolsillo izquierdo de su pantalón intentó sacar un celular, dejándolo caer casi al instante por el espasmo que le recorrió el brazo. Lo había olvidado; su mano seguiría irritada y relativamente inútil por lo menos una semana. Se inclinó y recogió el aparato con la mano derecha. Había sufrido una ínfima abolladura pero al parecer seguiría funcionando perfectamente. En la pantalla aparecía un mensaje de los hermanos, indicándole que pronto debería regresar para retomar sus responsabilidades.

Inspiró hondo el aire denso y dejó que el dióxido le abandonara lentamente.

Era momento de retomar su psicosis. La particular locura que le mantenía lejos de caer en una auténtica insania.

Fuera el clima era más cálido que en el interior de la edificación. Dejó la llave bajo la baldosa y le dedicó una mirada a la propiedad. Sus ojos verdes, apagados, se hacían una imagen del lugar. Una amplia  fotografía mental. Le llevaría numerosos meses volver allí y reencontrarse con el humano que encerraba en sí mismo.

Al caminar de vuelta al hotel empezó a  sentirse más liviano. El malestar en el abdomen había cesado por completo. Sonrió amargamente. De aquella tarde sólo quedaría un corte en su línea de la vida que con el tiempo nadie notaría, tal vez ni siquiera él. Cada vez era más difícil volver; pero también, cada vez, era más fácil escapar. Alejarse de allí desprovisto de toda la carga emocional que acumulaba cuando su naturaleza intentaba anteponerse frente a su deshumanización. Su monstruosidad. Ahora podría encargarse y disfrutar genuinamente de lo que le asignaran los hermanos Grausam, sin titubeo ni cargo alguno de consciencia.

Volviendo por la calle que le mostraría de nuevo el mar, divisó a una chica que volvía sola de  la playa. Las farolas del suburbio dejaban ver una figura esbelta y torneada por –quizás- horas de diversión en el mar. Al  seguir caminando vio que su ropa venía en una bolsa que cargaba al hombro, y vestía no más que unos shorts, con un top que dejaba muy poco a la imaginación. Su cabello era de un rojo potente, sumamente atractivo a la vista de cualquiera que posara sus ojos sobre ella. No era un personaje impecable. No era de  por ahí.  No reparó en mirarla fijamente; y  cuando ella se dio cuenta, le dedicó una sórdida sonrisa.

El alzó su mirada y notó que en el cielo, la luna se escondía coqueta entre densas nubes de contaminación. Al volver su vista a la chica sonrió ampliamente, dos hoyuelos marcándose a ambos lados de su boca.

Ya estaba desprovisto de todo.

Empezó a acercarse a ella, introduciendo su mano en el bolsillo derecho de su pantalón.

 

 

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Saludos lectores fantasmas. ¡Felices fiestas!

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