Archivo de la etiqueta: Fernanda Wassermoth

Disparidad 17

Mueren las horas

¿Perdimos el tiempo? Los minutos a tu lado se consumían fugaces, entre risas, frases torpes, recuerdos informes, amores vetados de nombre. Eran sólo segundos lo que duraban los besos, los roces, los nombres pronunciados en labios ávidos al contacto momentáneo. Cuánto tiempo cultivando, entre ausencias eternas y presencias ya inexistentes, un cariño que no llegó a hacerme llamarte il mio amore. Los días de soledad que avivaban el calor de la empatía, las semanas en que la incurable calma se volvía ansiosa, meses en los que la espera dejó de valer la pena. Meses, meses, meses en los que paulatinamente se alejó tu vida de la mía. El hilo no se rompe, pero no te niego que preferiría cortarle, guardar el recuerdo y permitirte que partas sin penas, menos tuyas que mías. ¿Perdimos el tiempo? No, nuestras vidas transmutaron, la influencia del uno latió sobre el otro. Pero murieron las horas, el presente es siempre historia, y el nuestro se pinta ya lejano, no hay manera que ni tu ni yo podamos recuperarlo. Una celebración póstuma para nuestras horas, pues, te convido, esperando que el vino de mi memoria no te parezca muy amargo.

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Disparidad 16

Tengo mi computador de vuelta, vamos a ver si me dura la creatividad literaria.
Esta vez acompañado de una ilustración relativamente relacionada.

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Duro es declamar con el cerebro pero seguir percibiendo la inquietud en el corazón. La razón puede decir que ama sin esperar a cambio; el corazón sin embargo tiene algo de egoísta  y declara que cuando da debe, indiscutiblemente, recibir. Es una situación que oprime el buen vivir y lo reduce a mareas cíclicas de calmas engañosas y pensamientos de fuertes oleajes. Cuánto tiene que vivir el ser para darse cuenta de que las cosas no serán siempre como se las plantea. Que la vida es una amazónica jungla repleta de experiencias más ácidas y ásperas que dulces y sedosas. Que hay que afrontar la realidad de los equilibrios, porque mucho de lo bueno todo el tiempo nunca se libera de esa tácita idea de que es una falacia. Uno se enseña a pensar de determinada forma y es absolutamente complicado desligarse de un hábito de pensamiento. La inconsciencia es maestra en la costumbre, la conciencia que intenta romper condiciones no es más que una inocua pluma rozando su muro inquebrantable. Cómo me pido pues a mí misma en sólo unos días, semanas, meses, que me aparte de la idea que para amar tengo que ser amada de vuelta. Cuánto quisiera poder hacerlo, sin más, liberarme de este yugo, la opresión que hace nido en mi pecho y saca llantos de mi rostro. Cómo le pido que no sea consciente de su derecho a ser amado por igual, si ha estado condicionado toda su existencia por las parafernalias de la sociedad. Mi conciencia, mi razón pugna por alcanzar la espiritualidad y pureza del amor desinteresado. El cuerpo , el sentimiento exclama y exige, demanda aquello que en principio se le presenta como meritorio, fantástico, más certero.

Y es terrorífico tener presente tal dualidad, porque no hay manera de traerlas a un consenso mutuo, a un punto en que ambas converjan pacíficamente. No lo existe en tal aspecto; es siempre uno de los bandos el que gana la batalla, pero en suma ambos pierden la guerra y destrozan la escasa cordura que me queda.

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Laberinto

A ver cuánto me dura la periodicidad.

 

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No encuentro la salida.

Se ha vuelto una rutina, cada día me levanto y veo ante mí esta perorata de nimiedades que de alguna u otra forma llegan y me acongojan. Zigzagueo, salto, corro y esquivo. Busco, busco, busco, pero mis exploraciones no encuentran resultados. Incluso concentrando todos mis esfuerzos en una meta, lo único que encuentro es un punto ciego. Llevo tanto tiempo encontrando estas paredes que en ocasiones alucino y creo sentir a la pared riéndose de mí, diciéndome mejor suerte la próxima.

Y la próxima vez lo intento. Y la próxima vez vuelvo a fallar, como si hiciese el mismo recorrido todos los insufribles días, o como si todas las jornadas tuviesen un final correspondientemente incongruente.

He intentado romper el sistema, destruirlo, desaparecerlo. Pero no puedo, siempre adquiere una nueva forma, asume una realidad permeable y vuelve a encapsularme entre sus paredes, atrapándome entre sus fauces. Me fastidia. A veces me provoca no seguir intentándolo. Me agarra el tedio y el miedo, porque siempre llega ante mí una fatídica posibilidad de que tanto correr sea inútil.

Que, en realidad, esta vida no esté diseñada con un final.

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Primavera

Estoy comenzando un nuevo proyecto, que espero tome mucha parte de mi alma, tal vez perderme en el proceso.
El libro de las almas, ejercicios literarios y de ilustración. Las ilustraciones luego, que me toman más tiempo (já). Crearé un blog aparte para el conjunto, pero tranquilos, que seguiré subiendo todo por aquí, también.

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Ella volvía cuando llegaba la primavera. A lo mejor era ella, incluso, quien hacía que las semillas retoñaran y brotaran los colores propios de su aura encantada. Qué digo, a lo sumo era sólo mi percepción, viéndome hipnotizado por sus formas y danzares, tan prestos a la alegría. Já, en ocasiones lograba que mi invierno mental se convirtiera en un jardín de delicias; suculentas, decía ella, eran sus plantas preferidas. Brotaban y brotaban. Yo la veía brotar a ella con su energizante risa y cálida sonrisa, abono de sus queridas.

La veía siempre envuelta en sus flores, los vestidos, las faldas, sus collares, sus fragancias. Ella misma era una flor, delicada y llamativa; una  exótica orquídea multicolor alzándose ante mí y llenando todo cuanto había con su esplendor. De entre todas sus flores del jardín era ella la más hermosa, magnífica rosa silvestre que me atraía con sus juegos risueños, su polen envolvente y embriagante. La observaba con detenimiento, muy a menudo. Sin querer tocarla, no pretendía nunca arrancarla de su mundo.

Era una flor, al fin y al cabo, y una flor desprovista de su tierra es una flor que se muere por defecto de ausencia. Así que la dejaba ser; la dejaba partir cada que quería porque a fin de cuentas sólo así se sentía ella bella, y yo la amaba por ser lo que era. Igualmente, la vería de nuevo. Luego, me prometía.

Ella se iba cada que el otoño se asomaba a su fuero. No soportaba el frío, me decía, y ver las hojas caer, ya muertas, hacía de ella una desdichada, nada qué ver con su colorida alma.
Así que yo simplemente esperaba por ella.

Estaba ya acostumbrado al frío inclemente de la solitaria nieve, al calor artificial de una fogata en soledad. Se me pasaban los días contando las horas, viendo cómo, tímidamente, los brotes surgían verdes de entre los blancos manteles del suelo. Y así ella iba volviendo, dejando de lado su huraño proceder ante el invierno. Volvía de nuevo, espléndida y renovada, cada vez más llamativa y hermosa.

Pero hubo una vez, un invierno, en el que llamó. Y vi cómo los brotes se marchitaban y volvían a ser encapsulados entre copos de nieve.
Nuevos aires, había dicho. Nuevos mundos en los que la primavera era permanente. Con gente más alegre. Con otras plantas tropicales, exóticas, silvestres. Nuevo todo. Yo ya no encajaba en su jardín.

Ese final estoico de invierno, me di cuenta de que me había vuelto alérgico a las flores.

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Disparidad 15

Bella noche, queridos.
Haciendo catarsis con rayas y letras, que son más rayas.

 

ResignarseesVeneno

 

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Resignarse es veneno. Se entrega uno a la aceptación forzada, a una costumbre sin sabor que es opresora de la expresión, y uno se va perdiendo entre tanta mierda. Resignarse es veneno, pero vaya si es complicado seguir poniendo la cara cuando se empecina todo lo demás en venir como balas a atravesar el cuerpo y dejarlo sin intención ni motivación. Una vaina fuerte, intentar tan sólo seguir luchando, porque la resignación se abalanza y atosiga, mostrándose como única opción.  Y lo ponen a uno entre la espada y la pared, porque te dicen que luches, pero también te dicen que esperes, que dejes ir, que te resignes a la imposibilidad del hacer. Es absurdo. Es una trampa. Y uno cae en el ciclo de hacer mucho y de hacer nada, enterrando sentimientos de culpa que germinan en la mente con raíces profundas y fornidas, no dispuestas a dejarse arrancar. Luchar-aceptar-olvidar. Resignarse. No poder. Volver a intentar. ¡Ya no más! ¿Es que no me pueden dejar en paz? Siempre lo mismo. Yo no me quiero envenenar. Y sin embargo es dificilísimo rechazar el respiro certero de la resignación. Y se pierde uno en su momento de falsa calma. Y se acostumbra uno a tener nada. Nada. Nada. Nada. Más que el veneno que se apodera de todo y sumerge hasta que ya sólo queda la nada. Nada. Nada. Nada.

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Terapias, terapias.

Volveré pronto, espero.

-Fernanda

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